(Artículo publicado en el diario La Discusión, Chillán (Chile) sábado 7 de noviembre 2015)
Las
Naciones Unidas asignaron un día especial (25 de noviembre) dedicado a
concientizar a todos los ciudadanos para la eliminación de la violencia contra
la mujer. Tomar conciencia de un problema es el primer paso para superarlo.
Nuestra
solidaridad con las muchas mujeres víctimas de cualquier tipo de violencia –se
calcula que el 70% de las mujeres vive esta experiencia en algún momento a lo
largo de su vida- nos lleva a reflexionar sobre las causas de la violencia.
Además, pensar en las causas es ir al problema en su raíz; ayuda a llevar a la
práctica la conocida verdad “más vale prevenir que curar”. Efectivamente, la
prevención es esencial; es mucho mejor evitar la violencia que curar las heridas
causadas por esta. Heridas que muchas veces llevan a la misma muerte de la
víctima. Estamos inmersos en una cultura de mucha agresividad, no lo podemos
negar, pero tampoco podemos negar que hay muchas buenas personas, inteligentes
y hábiles personas, que rechazan esa cultura y están a favor de una sociedad
donde las relaciones humanas se basen en el mutuo respeto, diálogo, buena
armonía. Todos somos responsables de poner fin a todo tipo de violencia en nuestra
sociedad.
¿Por
qué la violencia? ¿Cómo es que podemos convertirnos en personas agresivas y
violentas? Por aprendizaje. Los niños no nacen violentos; al contrario: los
niños sonríen muy pronto a la sonrisa de la madre. El gesto de la sonrisa con
que el bebé responde al rostro amoroso y tierno de su madre, es anterior a
otros modos de comunicación, y muy anterior al lenguaje verbal. Para cuando el
niño diga las primeras palabras, ya tiene a su haber una buena cosecha de
sonrisas y balbuceos, repletos de una ternura que nos derrite y conquista.
Entonces, ¿dónde y cuándo nos echamos a perder? Cuando en la misma infancia y
adolescencia empezamos a ver y oír muy cerca de nosotros gestos, palabras,
acciones cargadas de agresividad y violencia. Y algo muy importante: vemos que a
esa persona de gesto adusto, de palabras duras y soeces, de conductas
violentas, de golpes y portazos, le resultan las cosas. El niño asocia entonces
conducta violenta con éxito logrado. Va aprendiendo que a fuerza de golpes,
gritos, prepotencia, se obtienen buenos resultados y se cumplen sus caprichos.
Las conductas violentas se aprenden; y el aprendizaje más contundente y firme
que logra el niño, el que más profundamente queda grabado en su psiquismo
íntimo, es el que recibe de los modelos más cercanos: los de la propia casa, en
la propia familia.
Un
conocido psicólogo social de renombre, Albert Bandura, autor de la teoría del
“aprendizaje social”, realizó muchos estudios con niños muy pequeños, y en uno
de sus trabajos observó algo muy triste: los niños gozaron de lo lindo golpeando,
propinando patadas, insultando y vejando a un determinado muñeco que tenían en
su sala de juegos. ¿Cuándo sucedió esto? Después de haber presenciado una
película en la que un adulto golpeaba a un muñeco (“muñeco bobo”) semejante al
que ellos tenían entre sus juguetes. ¿Cuánta violencia presencian nuestros
niños en casa, en la escuela, en la calle, en la televisión, en sus juegos
electrónicos? Somos responsables de su conducta para cuando sean adultos; en nuestra
mano está educar para el respeto, la tolerancia y el amor. Prevenir, mejor que
curar.
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