Refiere la Biblia, ese cajón de sastre donde se encuentra todo, que Jacob, huyendo de su hermano porque quería matarle, hizo un alto en el camino para pasar la noche. Tomó para ello una piedra del lugar y se acostó.
Entonces tuvo un sueño; soñó con una escalera apoyada en tierra y cuya cima tocaba los cielos y que los ángeles de Dios subían y bajaban por ella. De madrugada tomó la piedra que se había puesto por cabezal, la erigió como estela y derramó aceite sobre ella y llamó a aquel lugar “Casa de Dios”.
La historia, a pesar de su lejanía, nos suena: dos hermanos enfrentados a muerte en una tierra irredenta. El exilio de uno de los hermanos. La persecución desmesurada del otro. Y una piedra.
La mañana de hoy, día elegido para luchar contra la lacra de la Homofobia, también nos congrega una piedra. No tenemos aceite para consagrarla. Pero tenemos algo más valioso: las lágrimas del colectivo masacrado y humillado cuya memoria queremos perpetuar y cuyo homenaje y reparación se pretende con la erección de ese Monolito.
Dejadme volar unos minutos con la imaginación. La zona elegida para colocar la piedra es el barrio donde nací y forma parte del callejero de mi memoria infantil: carrer Fosc, carrer de la Mare de Déu, carreró des Gall. Ahora, en mi ancianidad, esos nombres se han travestido de connotaciones religiosas: calle Oscura (¡La Noche oscura!), carrer de la Mare de Déu (¡Hermanos de la Virgen María del Monte Carmelo!) y callejón del Gallo (por el gallo que rubricó las negaciones de Pedro y, quizá, las mías).
La Peña entera, el barrio de pescadores donde nací. El corazón de la Vila.
Aquí, sin poderlo evitar, me veo esta mañana niño de nuevo -una sombra- correteando por esas calles.
La madrugada del 22 de junio de 1939, padre despertó al vecindario con la noticia de que al añoso olivo familiar le había brotado un retoño nuevo.
Padre era pescador.
Madre lavaba la ropa y, por ello, casi todas las tardes se ausentaba. Si estaba en casa, su sola presencia transfiguraba el hogar. Nadie como ella para prepararme la merienda. Era capaz de convertir un mendrugo en un manjar.
Ninguno de los dos sabía leer ni escribir pero me inculcaron de manera natural los valores que encarnaban en su día a día y que ahora constituyen la experiencia básica de mi vida: solidaridad, honradez y compasión.
Hasta los 11 años asistí a la escuela de los pobres que regentaban las Hermanas de la Caridad.
A esta edad mi destino estaba escrito.
En sustancia ése soy yo, Toni Roig Roselló, superviviente, como habéis escrito y señala la invitación para el evento.
Alguna pincelada rápida más:
De 1972 a 1975 estuve exclaustrado en Inglaterra. Trabajé en un Hogar de Discapacitados Cerebrales, luego en un Asilo de Ancianos y, al final, en el Hospital Mental de Londres.
Pero en 1975 regresé a España. Yo quería estar aquí cuando Franco muriera. Y, cuando ocurrió, el 20 de noviembre de 1975, yo ya tenía redactado “Todos los parques no son un paraíso”.
Sin ese libro, probablemente, yo no estaría aquí esta mañana.
Como sacerdote, hasta 1977 (con 38 años cumplidos) nunca pronuncié en público la palabra homosexual. Nunca pronuncié una homilía sobre el tema. Me había impuesto evitar esa cuestión hasta que pudiera exponer el asunto de forma ordenada y coherente. Y el momento lo señaló la Editorial Planeta cuando me anunció que el libro iba a salir.
Mi “salida del armario” fue, por ello, bastante abrupta. Ocurrió en un retiro espiritual a finales de septiembre en el Desierto de las Palmas (Benicàssim, Castellón).
El día en cuestión resonó en la capilla un viejo texto de San Pablo que rezuma condena:
“¡No os engañéis! Ni los afeminados, ni los homosexuales heredarán el Reino de Dios!” (1ª cor. 6, 9-10).
Por la noche aproveché el momento de la oración comunitaria para formular una petición:
“En el Oficio de Lecturas alguien ha leído que los homosexuales no poseerán el Reino. Pues bien, yo creo que no es así. Los homosexuales también poseerán el Reino y nosotros hemos de reparar la sangre que se ha derramado en nombre de la frase que se ha proclamado aquí”.
-”Habráse visto atrevimiento! -Supe que se comentó en corrillos conventuales- ¡Poner en boca de una Comunidad Religiosa una blasfemia!”
Enseguida se puso a la venta mi libro “Todos los parques no son un paraíso”.
También comenzó mi camino de soledad y represalias.
El 14 de diciembre de 1977 el Señor Arzobispo de Valencia Don José María García Lahiguera me suspendió “A Divinis” a través del Prior y Párroco de mi convento.
“Aunque la sanción era de tanta gravedad le recordé en carta al propio Señor Arzobispo- no se me dio por escrito ni se me llamó previamente para que pudiera explicarme.
Días más tarde , el 4 de enero de 1978, fui convocado a una reunión de urgencia. Por la hora y los asistentes tenía que ser muy importante.
Además del Prior y Párroco, estaban el Vicario Provincial -el Provincial estaba en América- el Procurador Provincial y el Primer Discreto de la casa. Me leyeron un documento que, en sustancia, decía así:
“A tenor del canon 653 vigente en el Código del Derecho Canónico, previo el consentimiento del Consejo Provincial, por la presente le declaro, a todos los efectos, DIMITIDO DE LA ORDEN a partir de este momento.
Desde el mismo momento que escuché la palabra, (es una deformación profesional, pero tengo que señalarlo) ésta rechinó en mis oídos. DIMITIR no es el verbo apropiado para la situación que afrontábamos porque sólo quien ostenta un oficio puede dimitir de él. En mi caso, EXPULSAR es de lo que se trataba. Pero quizá querían evitar la crudeza de la palabra.
Me dieron 24 horas para hacer las maletas y buscar alojamiento.
Me extendieron un cheque de 50.000 pesetas (hoy serían 300€), que rehusé y que el Procurador Provincial se apresuró a retirar de la mesa no fuera que lo pensara dos veces y me arrepintiera.
El Vicario Provincial añadió:
“-La Orden te regala los derechos de autor de tu libro”.
Y me pregunto:
¿Era necesario hacerlo todo con ese arrebato? ¡24 horas! ¡En pleno invierno! ¡A la calle!
¡Sin trabajo! ¡Sin futuro!
Lo primero que me quitaron fue el hábito marrón de carmelita. “No fuera a disfrazarme”, cruzó por mi mente. Y me sentí humillado por ese celo y también porque el fraile que me despojaba del hábito era el mismo a quien yo recibiera años atrás en la Orden como Maestro de Novicios.
Eso es todo.
Un día tuve dos vidas a mi alcance: una instalado con los de arriba, otra con los de abajo.
Desde ahora sólo tendría una: estar con los de abajo. Sin vuelta atrás. Para siempre.
Un abrazo grande, Antonio. Gracias por tu testimonio, expresado una vez más. Y por la voz que en ti expresa el silencio y el sufrimiento de tantas personas LGTBI y otras también perseguidas. Seguimos compartiendo amistad, y por mi parte respeto y admiración, Sabes que estoy contigo, aunque lo expresemos poco. Un abrazo grande. Deme
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