RESPONSABILIDAD

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divendres, 21 d’abril del 2017

ORWELL: 1984, Antonio Roig Roselló.


 
  ¿Puede llegar a ocurrir que una vida haya transcurrido sin dejar rastro? Puede.
    También al contrario: llenar volúmenes con las hazañas de alguien que nunca existió.
   Manos que nunca se ven manipulan los archivos, cortan testimonios, suprimen y añaden nombres, alteran datos, borran rostros, fabrican montajes, silencian gritos clamorosos y levantan un clamor donde no se escuchaba nada. El dictamen de fuentes ilocalizables mueve los hilos. Intereses oscuros hacen importante lo que es sólo banal. Si ellos quieren, la mentira de hoy será la verdad de mañana. Pies sordos transitan por los corredores de la memoria y manos interesadas maquillan los hechos o los alteran o los distorsionan o los inventan.
I
   Esa aprensión es la que ha llevado a Valentí Figueres ("Los sueños de la Hormiga Roja". Producciones de Cine y TV) hasta mi casa y a mí a recibirlo. Ha necesitado subir dos veces para trasladar desde la furgoneta hasta mi piso todo el instrumental que va a emplear para hacer su trabajo: cámara de rodaje, un trípode, vídeo, audio, filtros, pantallas, cables, maletas... Comenta que la luz es buena para el trabajo que va a emprender. Yo, sin embargo, lamentaba para mis adentros el día sin sol que había amanecido y esa neblina que desde el mar parecía haberse encaramado hasta mi balcón.
   Mientras va depositando en el suelo, sobre la mesa y las sillas el material que va a emplear me recuerda el espíritu que anima su trabajo: Detrás del mismo (no sé si lo dice ahora o lo dijo días atrás por teléfono en la cita previa o soy yo quien lo da por sentado) hay un encargo (dinero, imagino que quiere decir) de la Diputación de Valencia que patrocina una serie de Documentales. "Si Spielberg -comenta- realizó 40.000 o 45.000 entrevistas para documentar el Holocausto, más modestamente -pero con el mismo espíritu- queremos documentar la represión bajo el Franquismo: represión política, de género, sexual. Todos los ámbitos, en fin, de la represión. Que no lleguen a asentar que no hubo represión". "O hacérselo más difícil", añado para mis adentros.

-Cuando el trabajo esté acabado -explica Valentí- habrá una presentación del mismo (La Nostra Memòria, del Área de Memòria Històrica de la Diputació de València) en el Museo de Ilustración y Modernismo (MUVIM) de la Ciudad. Podría ser antes del verano o inmediatamente después dependiendo de los imponderables que puedan surgir. De este verano de 2017. Después el material se custodiará en el Museo de Etnografía de Valencia (Antigua Beneficencia) para consulta de los historiadores e interesados.
     Luego Valentí me extiende un folio para que lo lea y firme. Básicamente, se trata de la cesión de los derechos de imagen. Hay un dato pintoresco en la cesión de esos derechos. Por la colaboración que voy a realizar recibiré 1€ de estipendio. Le devuelvo el folio firmado y Valentí se olvida de entregarme ese euro, que yo tampoco reclamo. Por mi colaboración, pues, no voy a cobrar nada.
     El plató del rodaje no puede ser más austero: el salón de mi casa, funcional y más amplio de lo común por los tabiques que hice demoler para instalar un piano. De ese escenario sólo quiere resaltar la butaca que me asigna y que hace girar 90 grados para que al sentarme la cámara pueda mostrar mediante planos diferentes la butaca, el escritorio y la estantería de libros.
    Un "capricho" del director es que quiere comenzar grabando la butaca vacía. Ese tipo de normativa -la solemnidad que adquiere el rodaje de una butaca vacía, el gesto de silencioso mandato para que camine y me ponga a tiro de cámara, que me siente, ya. ¡Acción! -me hace tomar conciencia del momento.

-¿Cómo descubrió su tendencia sexual? -Interroga la Voz-. ¿Qué pasó?
[Pregunta tan directa me produce perplejidad, que se transforma en inseguridad. Las cuestiones sencillas suelen ser difíciles de responder.]

-Lo descubrí como descubren los afroamericanos de Estados Unidos que son negros. Como descubrió su negritud la mujer afroamericana que en los 60 del siglo pasado contravino la normativa que regía para los autobuses y se sentó -¡qué desfachatez!- donde no tocaba. De siempre, flotando en el ambiente, regía un código de colores y la mujer, desde que abrió los ojos y comenzó a discernir se hizo alumna aventajada en el aprendizaje de la gama de colores de la piel y el suyo tenía el estigma de la vergüenza. No lo aprendió en un momento. Lo supo de siempre, antes de razonarlo. Cuando lo razonó sintió que debía reaccionar al dedo blanco que le señalaba la parte trasera del autobús, la parte de los negros. Y si dudaba -tal es la fuerza que irradia el control social- en su pretensión de que no había ningún inconveniente en el color de su piel, ese día tenía que actuar ya que el psiquismo humano funciona así: nadie sabe que cree algo hasta que lo practica. O como señaló Thomas Carlyle (y esa cita la tomé del autobús de la EMT el domingo 7 de febrero de 2017 mientras viajaba):
"PARA DISIPAR UNA DUDA, CUALQUIERA QUE SEA, SE NECESITA UNA ACCIÓN".
Eso decía el rótulo y yo asentía y copiaba. Actuar. ("Vidente en rebeldía", Editorial Planeta, 1979).

     La mujer rehusó obedecer la orden del hombre blanco y ahora el país va a arder.

    Tengo que bucear en las aguas bravas y salvajes de mi pasado para sacar a flote respuestas.

    Juanjo, que escucha mudo mi largo soliloquio me señalará luego que el Productor esperaba confidencias más explícitas, anécdotas, historietas, chismes quizá. En realidad, no recuerdo bien lo que he contestado. Sólo lo de la mujer afroamericana. Al gusto de Juanjo no me he explayado lo suficiente. Y es que me gusta explayarme cuando me lo pide el cuerpo y hoy no me lo pedía. Pero que recuerde quien haya leído mis confesiones y escandalizado por lo que allí refiero que más fuerte y profundo que cualquier experiencia o asunto que haya relatado anida mi convicción siempre mantenida del Amor de Dios en Jesucristo.
Y así, nunca lamentaré
"un destino que me sumergió en la charca a mí que tenía el corazón noble como un príncipe.
    Ni acusaré a nadie de haberme privado de mi herencia forzándome a mendigar". ("Variaciones sobre un tema de Orestes", pág. 265. Editorial Planeta. 1978).

    Cuando termino de hablar -han sido 150 largos minutos- Valentí me pide que continúe sentado en silencio durante algún tiempo. Minutos desmesurados, me parece que son. La cámara mientras tanto se aproxima hasta tomar un primer plano de mi rostro.



     A continuación el Documentalista dice que va a grabar mis manos y que para ello sostenga un ejemplar de la primera edición de "Todos los Parques no son un Paraíso" (1977). No guardaba ese ejemplar pero cualquiera serviría, acepta. Y el volumen de José María Gironella "100 españoles y Franco" (Planeta, Colección "espejo de España", febrero 1979) donde el autor de "Los cipreses creen en Dios" quiso incluir mi voz, que ahora callaba. Y al entrelazar mis manos sobre los dos libros advertí los dos anillos que marcan en el índice la ausencia de Manuel Montesinos, el compañero inolvidable que me abrió su casa cuando las otras se cerraban. Advertí los anillos y tuve un amago de esconderlos bajo los libros. Los mostré, sin embargo, y mi gesto a la cámara era de desafío.
II

     Que el tiempo se contrae y se expande, que es elástico hasta la extrañeza, cualquiera que se ve frente a un hecho que delimita un antes y un después en su vida, lo conoce. Dicen que siempre ocurre en el momento de la muerte. Lo afirman y lo creo y confío que ese momento me sea benigno. Lo experimento hoy cuando Valentí me pide que diga mi nombre completo al principio de la entrevista. También al final cuando me pide que calle para hacer diversas tomas de frente y de perfil. Cuando el límite de la cámara roza mi nariz siento que el tiempo se ha disfrazado para jugar conmigo. En ese momento, pretencioso y solemne, me han entrado ganas de reír.

     Y es que ahora, como un fogonazo, ha aflorado un hecho que va quedando atrás, con mi jubilación. Es un recuerdo que pugna por mostrarse como pugnaría por salir de su encierro un abejorro y choca contra los cristales que lo aprisionan y convierten sus ansias en un frenesí inútil. Dejemos salir al abejorro en el momento en que la cámara va a atrapar mi nariz.
     Cuando preparaba la jubilación organicé con tiempo las eventualidades indispensables que la acompañan. Me hice un pronóstico de pensión para situar mis pies a ras de suelo. Contando los años trabajados en la Academia alcanzaba a computar 23 años. Pero sabía que iba a poder disponer de los años de Profeso en la Orden de los Carmelitas Descalzos y que así alcanzaría los 35 años que me harían acreedor al cien por ciento de la pensión. Se trataba de conseguir la documentación que me hiciera acreedor al derecho que reclamaría. Para ello contaba con la amistad del Presidente en Valencia de la Confederación de Sacerdotes y Religiosos Secularizados (COSARESE) dispuesto a requerir por carta y con el prestigio de su cargo el correspondiente documento. Como el documento llegó sin demora me pareció que ese punto lo tenía solucionado y que afrontaba mi jubilación de manera solvente: 23 años trabajados en una Academia de Español para Extranjeros constituiría la base más sólida de mi pensión (no tan sólida si se mira que mi nómina no me permitía muchas florituras: de octubre a mayo mi contrato de trabajo incluía 10 horas semanales -de 16:30 a 19:00 horas, de lunes a jueves- como tutor y dispensador de películas en la Biblioteca del Centro. Junio vacaciones. Luego, los meses de verano se cerraba la Biblioteca y yo impartía clases como Profesor, cuatro horas diarias. Un total de 20 horas semanales).

    Luego venían los tres años trabajados en Inglaterra. Cuando me puse en contacto con la Seguridad Social Británica me recordaron que tres años no me daban derecho a pensión alguna pero me ofrecieron un escenario prometedor que incluía tres alternativas. En la primera alternativa (a partir de ahora Alternativa A) cuando cumpliera 65 años me abonarían una cantidad de dinero corespondiente a las deducciones de mi nómina. En el primer empleo -tuve tres- nunca llegué a cobrar 10 libras netas a las semana. Al cambio de hoy esas 10 libras se convertirían en menos de 12 euros a la semana. Algo más de 1,65€ ¡al día! Es de justicia hacer notar que en los tres empleos disfruté de comida abundante y alojamiento más que decente. Por lo que se refiere al alojamiento tuve habitación individual (excepto durante algunos meses en el primer empleo) y como eran Centros Hospitalarios disfruté de una calefacción tan viva que en pleno invierno abría la ventana de mi cuarto. A decir verdad, no me enteré de los tres inviernos londinenses que pasé.
Y aprendía inglés.

    Pensé que la retribución que me entregarían no sería como para echar las campanas al vuelo. Deseché, pues, la Alternativa A y me puse a considerar las otras dos que, básicamente, me permitían cotizar hasta completar 15 años trabajados. En la Alternativa B cotizaba menos (pero también cobraría una pensión menor) que en la Alternativa C. En la máxima cotización, que es la que elegí, cobraría la máxima pensión que mi trabajo en Londres me permitiría. El tercer trabajo fui "Porter", algo así como Celador, en el Hospital Mental de Londres. Algunos pabellones eran temibles, dignos escenarios de una película de terror. Me decían los compañeros que, dada mi envergadura, era un trabajo muy peligroso para mí. Llevaba un manojo de llaves y nunca abría una puerta que al entrar no cerrar inmediatamente. Con frecuencia una ocupación que se nos encomendaba a última hora era transportar los muertos del día al depósito de cadáveres. Siempre lo hacíamos dos. Y es notable la insistencia en el acompañamiento "para evitarnos problemas". Me veo transportando cadáveres y no me reconozco. He llegado al final y es hora de regresar a casa.

    El lector ya sabe que cobro la máxima pensión inglesa que, dadas mis circunstancias, podía disfrutar. Y para que el lector perspicaz que me ha seguido tenga una idea cabal el mes de marzo del Año del Señor 2017 la Seguridad Social Británica me ha pagado 157,11€. Recientemente el Señor Montoro nos recordó a quienes -entre otros menesteres- hemos fregado salas y retretes de Hospitales que tenemos que incluir esos Ingresos en la Declaración de Renta Anual.

     Para rematar todos los males, el Euro anda subiendo y la Libra bajando y ya no es lo que era. Yo cobro en Libras pero la Seguridad Social Británica efectúa el cambio Libras/Euro para que los bancos españoles no se hagan con su miguita del pastel.

     Se avecinan tempestades: el Brexit. Al perro flaco todo son pulgas y las subidas anuales que el Gobierno de Su Graciosa Majestad efectúa cada mes de abril se evaporan. Yo cobro 157,11€ y llegué a rozar los 180€. A esas alturas no sé en qué quedará el sostén de mi vejez.

     Paso a la pensión española y retomo el tema donde lo había dejado: COSARESE escribe una carta a la Orden de Santa Teresa para que cumplimentada y presentada la respuesta consiga ver reconocidos los años necesarios (12 años) y consiga alcanzar los 35 que me permitan disfrutar del cien por ciento de mi pensión. Llegó la carta/respuesta sin tardanza (como ya he informado) y en el plazo estipulado puse en manos de la Seguridad Social toda la documentación. Pero los días, semanas y meses pasaban y ¡Ay! la pensión española sólo reflejaba los 23 años de la Academia. Hasta que el 4 de octubre (y recuerdo la fecha porque San Francisco no podía ser cicatero -eso pensaba y la carta era una señal- y el día marcaría el final de un atasco. Abrí el certificado y no daba crédito a lo que leían mis ojos. La Seguridad Social Española se negaba a reconocer mis años de pertenencia a la Orden y sólo consideraba para mis derechos a pensión mis 23 años trabajados en la Academia. Corrí (no exagero: corrí) a ver al Presidente de COSARESE quien me filtró un nombre del INSS, un nombre de los de arriba quiero decir y con ese tesoro -el nombre- corrí a la calle Bailén para ver a esa persona. Tengo que señalar que entrevistarme con esa persona fue más fácil de lo que pensaba y no llegué a perderme en las altas instancias. Tras escucharme me condujo a alguien de más arribas, una mujer. Tocaba las altas esferas y también tragaba saliva. Sobre todo tenía que tranquilizarme si quería saber por qué no reconocían esa parte de mi vida: los años de pertenencia al Carmelo. Y eso pregunté yo: por qué no reconocen mis años de Carmelita. Casi textualmente ésa fue su respuesta:

-El recurso está mal redactado y además es vago e impreciso. Queremos que consten fechas, dónde estuvo esos años, qué hizo, en qué trabajó. Detalles, en fin, de su pasado religioso.

     La actitud de mi valedora -la vi, a pesar de todo cercana- me demostró que quería ayudarme y me facilitó la confidencia.

-Ocurre -dije con vergüenza, casi consternado por verme obligado a confesar un negocio en bancarrota- que no estoy en buenas relaciones con la Orden. Me temo, incluso, que podrían ser malas.

-No se preocupe -respondió mi valedora. Y las palabras que transcribo son textuales-. Lo pediremos nosotros.

     En efecto, esa misma noche sonó el teléfono para citarme en la Casa Provincial. Sería la primera vez que entraba en un convento de Carmelitas tras mi abrupta expulsión.

    En la sala estaban el Superior Mayor (había sido alumno mío) y un Definidor o Discreto. Este último me visitó en Londres y había sido uno de mis mejores amigos en la Orden. También era el que me había convocado a la cita.

    El Padre Provincial tenía a la vista información sobre mi estado actual, quizá la cantidad de mi pensión. Eso lo deduzco. Porque dijo:
- Nosotros creíamos que te trataban mejor.
¿Qué importaba eso ahora? -pensé-. También tuve en la punta de la lengua decirle que si no había brillado ni cosechado ascensos había sobrevivido. Que en la vida que me había creado adopté el lema de las tres B. Tenía que ser Bueno, Bonito y Barato. Otras alternativas era ponerme en la cola del paro.

    Por paradojas de la vida, los Carmelitas Descalzos habían frecuentado asiduamente los cursos de la Academia durante la última etapa de mi enseñanza. Yo mismo había tenido en mi clase a numerosos estudiantes: indios, africanos, italianos, irlandeses, de Malta. Uno de ellos, el Padre Tomás -de Corea del Sur- aprendía español para traducir a San Juan de la Cruz. Ese Padre Tomás no cesó hasta conseguir que le aceptara una sandalias. No fue fácil encontrarlas. Las sandalias de carmelita que buscaba para mi pie no se encuentran fácilmente. Dimos con ellas, al fin, en una zapatería de la calle San Vicente. Sólo puso una objeción a la que se adhirieron a coro los demás estudiantes de la clase: no debía ponérmelas con calcetines blanco. Estaba a punto de jubilarme y les alarmó que afrontara ese momento con la indumentaria de esa mañana: jamás usaría en el futuro sandalias de carmelita con calcetines blancos.



-"Creíamos que te trataban mejor" -señalaba nuevamente el Padre Provincial.

     ¿Le diría que eso tiene alguna solución si ellos pagan a la Seguridad Social las cotizaciones por los años que permanecí en la Orden? No le diré nada. Aun sabiendo que casi toda la mejora proveniente del reconocimiento de los 12 años (¡Ésta es la cuestión!) se evaporará en pagos a la Seguridad Social. Hasta los 80 años.

    Estoy luchando simplemente para impedir que unos años de mi vida desaparezcan por el desagüe.
-Quieren datos -explico-. Datos muy concretos. Quieren conocer qué hacía en cada período de mi vida: dónde estaba, en qué trabajaba.

-Danos tú los datos -sentenció el Padre Provincial-. En el Archivo de la Orden no hay nada de ti.

¿Quién hablará de mí cuando haya muerto?

-Tú nos das los datos -explicó el Provincial- y nosotros ponemos los cuños y las firmas pertinentes.
-Luego introduciremos esos datos en el Archivo -terció mi otrora mejor amigo en la Orden.

    Salí al mundanal ruido -como dirían los tratados espirituales- y afloraron un cúmulo de sensaciones agridulces. Entre ellas se impuso un sentimiento de nostalgia: me habría gustado tomar un café con ellos. Un vaso de agua también habría valido.
Antonio Roig Roselló
Valencia 16 de abril de 2017
Domingo de Resurrección


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