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diumenge, 17 de novembre del 2019

GLORIA y POSTRIMERIAS, Antonio Roig Roselló

I. EL CORAZÓN DE LAS PITIUSAS

Del 22 al 25 de Octubre, invitado por el Colectivo LGTBI de las Pitiusas estuve en Ibiza y Formentera. No fue improvisado el viaje porque venía gestándose desde el 4 de julio. 
Inesperado, sin embargo, para mí fue el caluroso recibimiento que tuve en ambas islas. En Formentera fui nombrado Socio Honorario del Colectivo. En Ibiza se me otorgó "La Llave del Armario, máximo honor que concede el Colectivo "por su trayectoria -dice la inscripción- como representante de todos los mayores en la Historia, Lucha y Memoria por los Derechos de los Homosexuales".

No había regresado a Ibiza desde la muerte de mi hermana Juana (6 de febrero de 2015) y no pensaba regresar. Pero la invitación recibida trastornó, felizmente, mis propósitos.

Como viajé con Juanjo tuve que mostrarle el lugar donde nací. Es un error volver al pasado. Ocurrió lo que me temía, pero peor: mi casa de la Peña (el barrio de pescadores donde nací) condenada, el balcón arrancado de cuajo, y no quedaba ni rastro de la puerta cuya escalera llevaba a los dormitorios desde la vivienda o la calle. Parece mentira que tanta vida hubiera florecido en esta desolación.

Decir calle al mínimo espacio que enfrentaba las dos hileras de casas es un eufemismo. Las pocas puertas -la nuestra ostentaba el 6- que quedaban al día de hoy, estaban arrancadas: ninguna vivienda habitada. Sólo el reloj de  la catedral, que pudo haber sido construido por ángeles previsores para dar la hora a mi calle, sigue incólume en su altura. En ese reloj mi padre me enseñó a leer el tiempo.

Después de esa visita, otra resultaba inaplazable.

Y ahí es donde nos fuimos.

II. ÚLTIMA   MEDITACIÓN   SOBRE   LA   MUERTE

El cementerio de Ibiza se está convirtiendo en un trastero. Han construido otro nuevo, así que ése que recorremos es el viejo. Sin ser profeta anticipo un tiempo en que el camposanto que pisamos serán hoteles, adosados o viviendas de lujo. La proximidad de la playa lo ha convertido en un pastel goloso. Dejan, pues, que se desmorone. Hay cachivaches en los rincones y útiles de albañilería apoyados en los nichos y flores de plástico que arrastra el viento y negligencia y abandono.

Tengo 80 años pero hoy podría tener 100. "A los 100 ya no vivirás", me amonesta mi voz interior. "Seguro", acepto. Pero uno de 100 no anda por esas calles con un corazón más abrumado que el mío.

"Hay mucho que hacer en un cementerio" -me amonesto y me sacudo la modorra. Busco una escalera metálica y la transporto (es más pesada de lo que anticipaba) hasta debajo del nicho. Ambos trepamos por ella hasta encarar la sepultura. Como tuve la cautela de coger las llaves antes de emprender el viaje podemos abrir la ventana que protege la tumba. Limpiamos las señales del tiempo en el cristal y damos lustre a un retablo irreal de rostros que pasaron para plasmar un momento fugaz de felicidad. No lo sabían y ya eran patéticos.

Las fotografías que limpiamos (y acariciamos) y que están pegadas al mármol pertenecen a cinco personas.

-No son cinco. Son seis -protesto.

Juanjo sigue limpiando. Luego distribuirá entre los dos floreros incorporados a la sepultura el ramo de flores que hemos comprado.

-Luego vuelvo -aviso -. Me apremia localizar una cripta.

Mientras recorro el cementerio mi vista resbala por los rostros e inscripciones de los nichos. Algunas caras me son familiares.

-¿Qué harán con todos ellos? -me pregunto. Digo "ellos" como si fueran mis vecinos puestos ya en hilera a punto de ser deportados.

No puedo apartar la idea de que el cementerio está condenado, como mi casa.

Tampoco me satisface la palabra "ellos" para referirme a esas máscaras inertes.

Busco otra palabra pero no la encuentro. Pero esa palabra para referirme a los muertos como "ellos" es absurda.

Son muertos. Son cadáveres. Son cosas: ésa es la palabra que no quiero adjudicar.

ME IMPORTAN y no puedo referirme a ellos como cosas, huesos en espera de ser deportados.

Ahí está la cripta. No sé el tiempo que hace que no bajo hasta sus entrañas. Mi familia tenía un nicho en las profundidades de ese agujero.

¿Cómo, siendo tan pobres, mis padres adquirieron  una sepultura en esa cripta?

Sin duda la muerte era importante para ellos. Compraron un nicho como se compra un buen refugio. "Compra oro -aconsejan los inversores avisados-: Es un bien seguro en tiempo de crisis". Ellos, siempre en crisis, compraron un nicho en esa cripta.

En casa podíamos no comer, pero no dormir tranquilos sin ese nicho. Fue la almohada donde mis padres descansaron sus penas.

Es la hora de repetir el momento ritual de cada domingo. Pascual de la Luz -así es como lo designábamos en casa- viene a cobrarnos el seguro de entierro. Es alto, desgarbado y macilento. Al entrar tiene un chascarrillo en los labios. En su oficio, ya era un precursor de las funerarias, tan metódico como uno de ellos. Viene puntual, a la hora que se sirve la comida en casa. En el momento que Pascual cruza el umbral todo el mundo depositamos le cuchara en el plato y dejamos de comer. Los ojos de todos se vuelven a Pascual, que termina el chascarrillo. Mi madre, risueña y solemne se levanta de la mesa y se apresura a saldar el importe estipulado. Mi casa, entre tanto, deja de oler a comida y yo percibo una leve emanación a putrefacción. De la alacena saca mi madre el importe exacto. Pascual arranca del registro que lleva un recibo mientras pronuncia un segundo chascarrillo. Es frecuente que Pascual elogie el celo de mi madre por saldar la deuda con Finisterre. El importe por todos y cada uno, excepto por mí.

¿Por qué no se paga el seguro de defunción por mi? Eso nunca lo pregunté y nunca lo sabré

"Es que nunca voy a morirme", quizá pensé entonces.

O tal vez pensé que iba a ser el vigilante de los muertos.

Hoy aventuro que mis padres ya tenían para mí otro destino.

El día que mi padre iba a ser enterrado tuve que bajar a las profundidades de esa cripta. Éramos cuatro dentro: mi cuñado Guillermo, dos sepultureros y yo. El sepulturero mayor nos confió que, al abrir el nicho y prepararlo para un nuevo enterramiento habían encontrado unos restos de bebé y nos mostró los restos: eran de un infante, la primogenita de los hermanos que murió de meningitis a los 18 meses.

-¿Qué hacemos con ellos? -preguntó el sepulturero.

Yo veo, ensortijada entre sus dedos una cabellera rubia. También veo huesos que se deshacen y ceniza.

-Póngalos a los pies de mi padre -decido.

El sepulturero, con manos cuidadosas de arqueólogo, coloca lo que quedaba de aquella niña en el ataúd de mi padre.

Luego los sepultureros cierran la caja, la introducen en el nicho y cierran el hueco.

Cuando refiero los hechos en casa mi madre exclama:

-¡Qué contento estaría tu padre si lo viese! Quería mucho a la niña.

No sé las veces que me he repetido la frase. Mi madre dice "si lo viese". No sabe si lo verá. Nadie sabía nada. Sabe lo que yo he decidido en un pronto apresurado:

-Póngalo todo a los pies de mi padre.

Cumplieron el encargo y cerraron apresuradamente el ataúd. Mi padre ya olía.

Ahora, al contarlo, mi madre se alegra. ¡Es mi madre que se alegra!

Soy el Vigilante de los Muertos.

-"Eso hoy no podría hacerse" -puntualiza el funcionario cuando (no recuerdo con qué motivo) se lo referí con ocasión de tramitar el enterramiento de Juana. Estábamos en 2015 y aquello ocurrió en 1964. Entonces, al encontrarnos de bruces con una realidad inesperada, el corazón lo solucionó así. En 2015, cuando mi hermana debía ser enterrada, la burocracia lo dispuso de otra manera.

Debajo del nicho se amontonaban cuatro bolsas negras como los que usa la gente para la basura.

Una sola bolsa llevaba etiqueta. Las otras tres no.

Con Juana, el nicho alberga cinco destinos. Es lo que dicen las fotos, los nombres y las fechas.

Y ahora yo descanso después de contar la historia. No son cinco los muertos que alberga el nicho, sino seis.

A los pies de mi padre, que ya empezaba a oler, el sepulturero colocó lo que quedaba de un bebé de 18 meses: mi hermana mayor, la primogénita de todos. En la lápida no tiene ningún nombre que la identifique. Que conste aquí, al menos. Se llamaba María Roig Roselló. Y tenía tal encanto que mis padres necesitaron alumbrar siete hijos más para llenar el vacío que dejaba y nunca lo consiguieron.

Que hablen ahora los poetas para celebrar a los muertos:

                          "Serán ceniza mas tendrá sentido. 
                           Polvo serán, mas polvo enamorado".


                                           Antonio Roig Roselló

                   Valencia, viernes 15 de noviembre de 2015

1 comentari:

  1. Antonio, 17/11/2019
    Bello homenaje, a tu hermanita que aún vive en tu memoria:

    ¿Vuelve el polvo al polvo?
    ¿Vuela el alma al cielo?
    ¿Todo es sin espíritu
    podredumbre y cieno?
    No sé; pero hay algo
    que explicar no puedo,
    algo que repugna,
    aunque es fuerza hacerlo,
    ¡a dejar tan tristes,
    tan solos los muertos!
    GAB
    mas así nos iremos todos retornando al dios COSMOS tras este corto elan vital!
    Arsenio Rey

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