Hoy, martes 26 de junio, he
asistido a una reunión de miembros del colectivo o asociación de Europa Laica
en su sector de Valencia. Y he oído esa obligada propuesta de la insensatez de
una sociedad en la que todavía no es posible una libertad de pensamiento y
ejercicio del mismo ante la jaula del talante, clima, entorno, privilegios,
estructuras, acuerdos… religiosos que constituyen la atmósfera de este país, de
esta tierra.
Lo que no es
más que un resultado de los derechos elementales del ser humano, se enuncia
como una conquista, una heroicidad, una tarea permanente de siembra ante las
tradiciones y los hechos de todo tipo que se imponen lesionando la neutralidad
de nuestra convivencia. No vale, no sirve utilizar la sensatez, la mirada
serena para discriminar las opciones personales que pertenecen al ámbito
privado y diferenciarlas o definirlas para que mantengan su respetable
propuesta sin lesionar otras opciones, otras elecciones que configuran, todas,
el variopinto mapa de cualquier grupo social, bien sea local o de la amplitud
que sea. Y de ahí el colectivo de Europa Laica que airea, que expande, que
remueve la floración de dicha sensatez.
Por eso y
desde la sencilla mirada de sentir o gozar-penar la vida cuando me acerco al
sistema de la religión católica que se manifiesta en los hechos, en los
sentimientos, en los pensamientos, en los símbolos, en las imágenes, en las
construcciones, en la doctrina, en… no acabaría nunca de constatar la infinita
variedad y color de los hilos que la tejen y que configuran los trajes, las
armaduras, las jaulas que visten, amurallan y atrapan a quienes nacemos en esta
zona del planeta que llamamos occidente en las coordenadas que enmarcan la
península ibérica.
El templo, he
ahí uno de los datos que hace una década me impactó cuando en Castilla-León, en
un pueblo de Palencia, escaso de habitantes y de viviendas sencillas entré a
visitar la iglesia enorme o templo mayúsculo levantado en piedras, ancho de
muros, amplio de espacios, con toda la ornamentación de imaginería, de altares,
de policromía… Tuve una sensación que se ha incrustado en mi sensibilidad, no
la abandono y se refuerza cada vez que accedo a un sitio similar dedicado al
culto. Me siento aplastado. Me sobrecoge el poder que aprieta mis carnes. Me
aturde el ruido magnífico a pesar del aparente silencio. No logro apartar o
asimilar o transformar dicho impacto por la vía de la mirada hacia ese topos
que se viene proponiendo desde antaño como arte, y por ende como gozosa
vivencia.
El templo es
el signo, el receptáculo del “…indigno soy, confieso avergonzado, de recibir
la Santa Comunión, mira mi Dios, mi nada y mi pecado…”. En primera persona
‘yo’, perteneciente a, miembro de la iglesia católica. Indicador de cualquiera.
Un ser humano en la indignidad, en la vergüenza, cuyo referente es la nada y el
pecado. La realidad, o la vida reside en la gracia sacramental que viene desde
la sobrenaturaleza divina y se concede al ser humano pecador quien está
desposeído, carente de la primera dignidad, la que deviene inherente a la vida,
al ser. El templo se constituye pues en la atmósfera aniquiladora de la vida.
Obviamente describo mi sentir vinculado a aquel impacto del templo palentino.
Se trata de una línea roja, lo sé. Hay otros trazos que no saco a flote
oscurecidos por este constructo que viene registrándose operativo hasta hoy.
Europa laica,
y sin entrar en grupos que denuncian el enjaulamiento de la libertad y apoyan
las opciones de respeto y sensatez hacia la dignidad de los seres humanos,
manifiesta la antítesis del paradigma que he descrito con líneas gruesas y
rojas. ¡Qué curioso! Se trata de un horizonte que es coincidente con el que
desveló Jesús de Nazaret hace ya una temporada. Por estas fechas, a Sant Pere i
Sant Pau, por al año 1969 me consagraron o me hicieron ‘el más anciano’ (en
grado superlativo relativo). ¡Vaya tela¡ ¡Mare meua¡
Sin renegar de
nada, pues mi camino es el que he recorrido, he de confesar con sencillez que
el templo es un búnker sin ventanas, es decir, oscuro, letal, sin sentido ni
vida posible.
En los martes
como el de hoy, en todos los almuerzos, ahora en el Trinquet Pelai hay
complicidad en exultar el gozo de vivir que compartimos en aquellos años de nuestra
juventud de estudiantes y caminantes hacia las élites de la estructura eclesial
cuyo territorio soberano era y es el templo. La complicidad se trenza en los
retazos de humor, en las anécdotas de todo tipo, en las vivencias humanas…
alrededor de la elemental dignidad de personas que animaba nuestro camino. La
complicidad alimenta nuestra memoria y nuestro presente inmediato: almorzamos
juntos la eu-buena jaristós-gracia a ras del bocata, ‘les olivetes’ regado con
agua, cerveza, vino y el café caleidoscópico y palabras, risas, llantos y
miradas. La sobrenaturaleza sobra. La energía de nuestra piel es el único
templo de la vida.
Joseluis Porcar
Interessant relat personal que desmitifica els temples ben adornat amb el suport d'un estil literari apres en aquella academia que construia (i construix) temples. Clarificador! Gràcies Joseluis.
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