Y había un templo católico en
la ciudad de València, junto al cauce del río Túria: dedicado a Santa Mónica.
Y había un
amigo, persona cabal, ser humano en esa etapa del itinerario vital que se
identifica con el tres o más exactamente con el ordinal tercera.
Y en el paseo
matinal rumbo al lugar en que nos juntamos a un almuerzo sabroso y cruzado de
palabras, sentimientos, propuestas, …, detalles de esos que la vida deja salir
a la superficie cuando las aguas se remansan.
Y este chico,
amigo y persona cabal, decide acceder al templo.
Y entra.
Y el espacio
inunda su piel.
Y una zona más
iluminada orienta sus pasos: una capilla lateral barroca con la custodia en
resplandor sobre el altar correspondiente.
Inesperadamente
oye una voz contundente:
_ “¡Fuera
de aquí! ¡Váyase! ¡Fuera!
_ ¿Por qué?
_ ¡Le he dicho
que se marche!
_ ¡No! ¡No me
voy! En la entrada no hay cartel con el ‘Reservado el derecho de admisión’.
_ ¡Es usted un
maleducado!
_ ¡Y Vd un
racista!
Y el silencio
troceado entre las intervenciones de nuestro amigo frente al clérigo vestido de
negro con su alzacuellos blanco brillante. El silencio se incrementa hasta
envolver y congelar la situación.
Y nuestro
amigo toma asiento en un banco.
Y el ministro,
funcionario clerical, árbitro plenipotenciario, resuelve abandonar la capilla
con el mohín torcido.
Y su
imperativo tajante e imponente lo acompaña como una nube espesa y llena de
cristales. No se ha producido el ‘ex opere operato’.
Y un guiño de
libertad brota espontáneo de la piel de nuestro amigo, crece como un árbol
frondoso que rompe en mil pedazos la rígida corteza verbal (‘accidente’) y el
inmenso vacío (‘sustancia’) del poder.
Y el guiño, ya
árbol con ramas, invade la capilla. ¡Ni santísimo, ni hostias! Solamente se
respira libertad.
Y paz.
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