A la poeta dianense Teresa Espasa, la salud le ha gastado, en los últimos tiempos, malas pasadas. Le ha disparado una bala de plata al corazón, aunque no le ha dado, pero le ha rozado y eso la ha obligado a protegerse en su buhardilla familiar. Desapareció de la escena pública como acostumbran los poetas, haciéndose acompañar del silencio. Y mientras cosía sus heridas y sanaba sus cicatrices, ha escrito un libro de cuentos eróticos, no de amor, sino a lo que éste lleva cuando va unido al enamoramiento, libro que ha ido elaborando con el sacrificio de un costalero, aguantando el peso, a su pesar deberíamos decir, con la fe del escritor.
Y de pronto, esta semana, ha reaparecido. Lo ha hecho como corresponde a la fundadora de la más importante tertulia literaria valenciana y varias revistas, en un encuentro de poetas, el que dirige Vicente Barberá en el Ateneo de Valencia, y sus versos han salido de las gargantas de una veintena de poetas, en una estudiada coralidad que tenía el propósito de hacerle un homenaje de bienvenida a la vida.
Cuánta razón tenía don Miguel de Cervantes al afirmar, con mucho tino: «hacerse poetas es enfermedad incurable y pegadiza». Exacto. Incurable, ya lo sabemos, menos curable que las heridas de su enfermedad de estos meses, y 'pegadiza' que es la forma amable de decir «contagiosa», aunque la diferencia es que es algo que no tiene cura ni es mal al que se le conozca antídoto. Cuando alguien se envenena del arte de trovar, desde ese mismo momento, como picado por una cobra, sabe que por esa picadura, morirá, no por ninguna enfermedad de las que los médicos intentan protegernos, sino del mayor de los males que es la pasión lírica que un día envenenó a esta dama.
Y esa maldición la ha tenido Teresa, sino ¿de qué iba a estar 25 años dirigiendo una tertulia literaria, una asociación que sin ella no hubiera durado, no digo 25 años, digo ni 25 minutos? Todo ha salido de su energía, de su bolsillo y sobre todo de su salud y en consecuencia, cada esfuerzo lleva en su interior su partida de muerte.
Dice Teresa: «Los días son como cenizas/ que nos visitan a menudo./ Este morir tenso, indefinido./ Este intento casi nulo de inventar/ lo que no existe».
Lo recuerdo yo que no pasé por La Buhardilla histórica, lo afirmo yo que nunca fui invitado a La Cope, lo digo yo que siento por esta mujer algo que no es mero afecto, sino algo mucho más importante ahijado del ritual de la amistad.
Teresa hace tiempo que exigía un homenaje, por su generosidad, su capacidad de trabajo y organización, pero sobre todo, para que se reconociera su mérito como poeta. Porque tiene sentimiento poético, fue picada por la serpiente de cascabel y envenenada de forma incurable como anunciaba Cervantes, lo que se ve en sus versos en los que siempre hay poesía, porque además de corazón, tiene oficio. Ay el corazón, puñal traidor que un día acabará con nosotros.
María Teresa Espasa, en sus versos habla de cosas que se entienden. Nada más lejos de sus modos, que el extravío por lo farragoso, pérdida que no es una novedad que nos llegue desde las vanguardias, sino que lo de escribir incomprensible ha existido de siempre. No hace falta alguna recordar que no se es mejor poeta, ni mejor surrealista, por ser más impenetrable, no mejora el verso porque se haga más espeso, sino al revés. Es sabido que los poetas, cuanto menos diestros, más alambicados y oscuros, al ser esta una consabida fórmula para amagar su torpeza. De nuevo don Miguel, ahora en La ilustre fregona, nos advirtió sobre esto: «Verdaderamente que hay poetas en el mundo que escriben trovas que no hay diablo que las entienda». Por el contrario, aquí estamos ante versos de cristal.
Cuando se regresa del dolor, se sabe. Y Teresa, tras entrar en los hospitales y entrar en los algodones como en las azucenas, ha demostrado que ella es poeta por encima y sobre todas las demás cosas, es poeta además de activista, es una poeta amiga, entregada y fuerte, es una poeta culta, que sin embargo no gusta de chapotear en la técnica. Una explicación a todo esto la encontramos la elegía de André Chénier, aquel poeta que se enamoró al pie del patíbulo en el que acabaron sus días: «el arte solo hace versos, únicamente el corazón es poeta».
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