IN MEMORIAM. Manuel Montesinos Sierra (1926-2001)
I
La fuente de la Plaza del Ayuntamiento
En los asientos reservados del autobús en que viajamos se sientan dos ancianos. El hombre viajará de cara al recorrido. La mujer, de espaldas. El hombre ha elegido el mejor asiento; la mujer ocupa el peor. Son, pues, matrimonio.
Se sientan enfrentados, así que la mujer me da la cara, mientras sólo adivino el perfil aburrido del hombre. Puedo leer, a veces fija en mí su mirada, las facciones duras de la mujer, que es la que en cada momento instaura la conversación. El hombre contesta con monosílabos.
O, simplemente, no contesta.
-¡Ya no lo ves! -exclama la anciana.
(“Ya no lo ves”, me dice Manolo que ocupa a mi lado de asiento de ventanilla. No quiero ladear la cabeza. Además, me molesta mirar hacia objetivos cuando se me marcan.
No le contesto, sin embargo, aunque no me gusta que me señalen lo que debo mirar. Sé que no sería justo decírselo.
Sé, sobre todo, que debería mirar).
Trato de descubrir aquello que la mujer veía. Un color imprevisto, quizá. Un destello insólito de la fuente de colores que acaba de cambiar.
Aún así: qué más da un color que otro. Ese instante que otro. Todos lo colores vuelven a repetirse.
Todos los instantes son iguales, pienso.
(Sé que debería mirar porque ningún instante es igual a otro. Ese momento en que nuestras identidades pudieron fundirse ya no volverá. Y ese color que se ha desvanecido lo he perdido para siempre porque ya no lo veré contigo.
La anciana sigue hablando como si rompiera muros de hormigón con una taladradora. El hombre podría ser un asiento vacío.
-Eso, ¿ya lo has hecho?
Silencio. El muro no cede pero la taladradora no cesa.
-Eso, ¿ya lo has presentado?
Tres veces ha empleado la misma palabra de apremio: ya, ya, ya.
Me conmueve tanta urgencia. La mujer está atada a la vida como si se le acabara el oxígeno y necesitara unas gafas nasales para respirar.
(El tiempo, Manolo, nos vacía como una hemorragia irreparable).
La mujer de la taladradora y yo estamos en una estación. Para ambos, ¡Ay! El tren que debía llevarnos a nuestro destino acaba de salir.
Ya.
La ancianidad no está en las arrugas ni en los años, sino en los silencios. En los silencios donde todo se aletarga. Y en la resignación de las manos.
Los de ella sostienen un paraguas. Los de él un bastón.
No sé lo que daría por ver (ya no lo veré) las manos de Manolo reposando sobre un bastón.
I I
Calle Enguera 14, piso 7, puerta 27Hace veintitrés años, una tarde como ésta Manolo estaría a mi lado. Yo escribiría, quizá, o leería, mientras él inhalaría oxígeno a través de gafas nasales. Si buscaba una palabra y levantaba los ojos del papel (también para medirla y sopesarla y saborearla) lo vería sentado en la mecedora, la cabeza inclinada, los ojos entornados y respirando sin desasosiego, rítmicamente (ya sólo aspiraba a arrancarle aire a la vida). Habíamos colocado una alargadera al tubo conductor de oxígeno de forma que esa estrategia le permitiera sentarse conmigo en la terraza. La máquina -tan imponente en ocasiones, tan arrogante- a esa distancia era apenas un murmullo de fuente que discurre sin ataduras.Pareciera que navegábamos en un vapor de ensueño por un río de cristal.
(Manolo descansa y yo escribo y la máquina está ahí.
Estoy aquí, aquí, aquí… Eso dice el concentrador de oxígeno.
Periódicamente, sin embargo, cambia de fase y el rumor como que se cansa de ser un accesorio más del agua, fondo y decorado de un arroyo que discurre sin nombre, comparsa humilde de una historia cualquiera. Durante unos instantes exigirá derechos, pugnará por imponerse en la convivencia. Las máquinas son celosas y, sin previo aviso, se vuelven raras y nos desconciertan con su comportamiento imprevisible).
No me daba cuenta y era la felicidad instalada en mi vida. En nuestra vida. Podíamos estar muy bien varias horas sin mediar palabra. Manolo se hundiría más y más en la mecedora. Yo -un reflejo aprendido- volvería mis ojos a él para descifrar en su rostro -plácido rostro- múltiples mensajes y escucharía alerta el ritmo de su respiración, acompasada en los pliegues de su bata, tan vieja, tan penetrada del flujo agrio de sus humores.
(Aunque tiene los ojos entornados sé que no duerme. Tiene la expresión radiante -si bien apaciguada por la mesura de los años- del que comprueba en su libro de cuentas un saldo favorable, impecable. La sonrisa que esboza se confunde con el rumor del agua; y el rumor remoto que se adivina a veces, me hace presentir la soledad de la ruta en que navegamos perdidos).
Hoy no siento nada . Tengo la mirada suspendida y miro veintitrés años más allá, también el tiempo para acá, el camino que me queda; para encontrar en mi boca la ceniza de lo que han llegado a ser las tardes sin Manolo.
I I ISan Nicolás, GloriosoLos mecanismos de la ilusión son demasiado obvios y nadie debería perder un instante para entenderlos y justificarlos. Los creamos porque los necesitamos. Soñamos para engañarnos y, generalmente, funciona y sobrevivimos.San Nicolás, en Valencia, por ejemplo, es un pretexto que hace andar a quienes han perdido las piernas. Los lunes se pone en marcha un pintoresco cortejo que convierte su recinto en corral de manipuladores. El templo tiene varias entradas, una de ellas por la calle de Caballeros. Desde ella el devoto ha de transitar por un callejón estrecho como por un purgatorio doméstico. A ambos lados del penoso callejón se coloca el coro de mendigos para exhibir su abandono, miseria y lástima con una teatralidad tan enfática que duele. Son la corte de San Nicolás, los tramposos de la vida, los manipuladores del dolor, sólo que hacen de esa manipulación una tarea tan torpe que a nadie engañan, excepto a sí mismos. Tienden la mano al reguero de personas que no cesa (ahora el callejón es una alcantarilla y los olores que emana son tan intensos y fétidos que San Nicolás en la gloria se tapa las narices) y con una frase gastada murmuran su desgracia. Están como si siempre hubieran de estar y, sin embargo, el flujo de la vida los llevará o otro sitio -tal vez a una taberna vecina- apenas concluya la liturgia ligada a esos días.
Después que murió Manolo, algunos lunes recorrí ese callejón de desesperanza (yo que luchaba por una esperanza). Uno a uno escrutaba los rostros de aquella lacra en busca de un milagro: tan iluso era que creía capaz de reconocer el aire entrañable de Manolo en aquel engaño descomunal al que me sometía. Todo para sobrevivir y no sucumbir al peso de la añoranza y el desconsuelo.
Fueron días deplorables los que me arrastré por la sentina de ese callejón. Aquellos horribles lunes de San Nicolás. Al final hallaba la resignación, más bien la apatía. Yo, un animal aborregado, regresaría a casa solo con el horror pintado en los ojos. Había sobrevivido y había malogrado el testamento que Manolo me había entregado.
Sobrevivir me hacía indecente y cobarde.
Antonio Roig Roselló
Diciembre 2024
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada